INTRODUCCION

Decía François Truffaut que «rodar una película es como tomar una diligencia en el Viejo Oeste. Al principio te apetece disfrutar del viaje. Al final lo único que quieres es llegar a tu destino». Algo similar debieron de sentir los protagonistas de este “Apocalipsis final”, un territorio habitado por luces y sombras, por sonidos que reverberan sin cesar, por imágenes que parecen haberse independizado del soporte del celuloide para trascender la historia y el relato que ellas mismas construyen. Pocas cosas estimulan tanto la atención de los aficionados al cine como la crónica de un rodaje turbulento, marcado por sentimientos abrasivos, explosiones emocionales y comportamientos deleznables. Al fin y al cabo, la filmación de muchas películas no deja de ser el fruto de una cadena de imprevistos fortuitos, casualidades inesperadas, de argucias vergonzantes y de improvisaciones permanentes. Un cúmulo de azares tan extraordinario que, en ocasiones, parece bordear los mismísimos límites de la leyenda. Porque leyenda podrían ser, de no estar suficientemente verificadas, las historias narradas en este libro.

La gestación de obras como La diligencia, El sueño eterno, Sabrina, Lawrence de Arabia, Bonnie & Clyde, Grupo salvaje, La guerra de las galaxias o El cazador, es un milagro, cuya parte milagrosa está en su existencia. De cómo fue posible, a pesar de las terribles circunstancias que marcaron su rodaje o quizás precisamente gracias a ellas, que el fruto final alcanzara su feliz apariencia, es la incógnita que permanece sin resolver y que ha desafiado al tiempo.

«Haciendo esta película perdí trece kilos. Me hice un esguince en un tobillo y me rompí otro. Me desgarré el músculo de un muslo, me desgarré las ingles, me disloqué la espalda, me fracturé el cráneo. He pasado dos años sufriendo en el desierto, explorando en mi interior para encontrar la química exacta de aquel caballero llamado Lawrence». Quien así hablaba era Peter O’Toole y la película a la que se refería, Lawrence de Arabia, cuyo rodaje fue definido por un testigo privilegiado del mismo como «un choque continuo de monstruos egomaniacos, dedicados a derrochar energía como dinosaurios y a verter en la arena ríos de dinero»,.

Muchas fueron las batallas que se libraron en esta producción: desde la conflictiva relación de dos inmensos egos, el de David Lean y el de Sam Spiegel, hasta la amarga batalla entre los guionistas Robert Bolt, autor de la obra “Un hombre para la eternidad”, y Michael Wilson, escritor blacklisted durante la caza de brujas de McCarthy, pasando por esa temporada en el infierno que fue la filmación en el desierto jordano. Tampoco faltaron problemas de reparto, como el que provocó Spiegel al anunciar que Marlon Brando interpretaría a Lawrence, cuando la temperamental estrella estaba a punto zarpar rumbo a Thaiti para sumergirse en otra odisea cinematográfica: Rebelión a bordo. En su lugar se eligió a una de las más firmes promesas del cine británico, Albert Finney, pero el actor decidió que en aún no deseaba convertirse en galán de moda. Y así fue como Peter O’Toole, un intérprete que tenía la edad adecuada (veintiocho años) y sangre irlandesa como Lawrence (aunque medía bastantes centímetros más que el menudo T. E.), se vio embarcado en su ardua ruta hacia la gloria cinematográfica. Cuando el filme se estrenó, Noel Coward soltó aquel célebre comentario de que si O’Toole hubiera sido un poco más mono, la película tendría que haberse llamado Florence de Arabia.

Es célebre la anécdota según la cual Howard Hawks y sus guionistas tuvieron que ponerse al habla con Raymond Chandler para que les dijera quién era el asesino del chófer en El sueño eterno porque no lograban averiguarlo con los datos que su novela proporcionaba. Chandler lo pensó mucho, pero no pudo ayudarles, pues también el padre de la criatura ignoraba quie era su asesino. Esta anécdota ilustra el carácter caótico de una producción marcada por el tempestuoso romance de su pareja protagonista, Humphrey Bogart y Lauren Bacall, víctimas de un amor incendiario que abrasaba todos a su paso, especialmente el matrimonio del actor con Mayo Methot, cuya convivencia era una sucesión de peleas, borracheras y escándalos.

Bogie, incapaz de superar el complejo de culpa y su adicción a los aterciopelados ojos verdes de Bacall, quedó sumido en un infierno cuyas llamas alimentaba con litros y litros de alcohol. Ella, mientras tanto, apenas podía hacer otra cosa que llorar, enamorada hasta los tuétanos e incapaz de romper el hechizo con el que había atrapado a la veterana estrella ocho meses antes, cuando su personaje le enseñó a silbar en Tener y no tener. Un encantamiento que ni siquiera Hawks, el descubridor de la actriz y el hombre que más influencia ejercía sobre la joven actriz, pudo romper, pese a las desesperadas maniobras que realizó para cortar las ataduras que ligaban a su pupila con el inolvidable protagonista de Casablanca.

Los biógrafos John Ford han documentado sobradamente su irascibilidad y su reputación como un director difícil que disfrutaba escogiendo a un actor de un reparto y haciéndole la vida imposible. En el caso de John Wayne en La diligencia, sin embargo, Pappy pasó de ser grosero y abusivo a directamente cruel. Provocó al actor sin piedad, riñéndole, insultándole, ridiculizándole delante de sus compañeros de reparto a la menor ocasión. Afortunadamente, Duke no llegó a arrojar la toalla, aunque en más de una ocasión llegó a planteárselo seriamente, y el futuro le deparó una carrera gloriosa junto Ford, su azote pero también su maestro.

Los protagonistas de La guerra de las galaxias no tuvieron que sufrir a un director tiránico, pero salvo ese detalle, no se privaron de nada. Lluvias torrenciales, tormentas de arena, enfermedades, accidentes, roces entre los miembros del equipo, incluso una ola de calor... en Londres. Todo el mundo en el set estaba convencido de estar atrapado en un auténtico desastre. George Lucas, el primero. El joven cineasta acabó el rodaje con las salud resquebrajada, el ego por los suelos y el ánimochamuscado. Fue una pesadilla con final feliz. El éxito, siempre caprichoso, acompañó a su película desde el día del estreno, convirtiéndola en fulminante campeona de taquilla de todos los tiempos.

Son sólo cuatro ejemplos de obras míticas pergeñadas en rodajes tan épicos, rocambolescos, dramáticos o divertidos como el producto que llegaba a las pantallas. Pero hay muchos más: Ángeles del infierno, primer capítulos de los desvaríos de un productor inclasificable, Howard Hughes, que convirtió la filmación de este filme bélico en una sucesión desastres (directores despedidos, accidentes aéreos, pilotos fallecidos...); Encubridora, considerado por mucho como un western maestro de Fritz Lang y que Marlene Dietrich recordaría en adelante como un calvario; Sabrina, con Humphrey Bogart embarcado en una cruzada particular contra el trío Wilder-Hepburn-Holden, a los que acusaba de marginarle (ni siquiera la dulce Audrey pudo librarse de los zarpazos del león herido en su orgullo); Río sin retorno, testigo del cruento enfrentamiento entre un cineasta despótico, Otto Preminger, y una estrella caprichosa, Marilyn Monroe, quien volvería a hacer de las suyas en El príncipe y la corista, para desesperación de Laurence Olivier; Orgullo y pasión, o cómo Sophia Loren rechazó a Cary Grant en un rocambolesco rodaje en tierras españolas, con espantada incluida de Frank Sinatra; Canción de cuna para un cadáver, el último capítulo de la sangrienta guerra que durante años libraron Bette Davis y Joan Crawford; Superman, escenario  de los maquiavélicos tejemanajes empresariales de los Salkind, cuyas maniobras acabaron volviendo loco –y costándole el puesto– al pobre Richard Donner, El cazador, otra muestras de los delirios de grandeza del megalomaníaco Michael Cimino; En busca del arca perdida, cuyo rodaje fue lo más parecido a una montasña rusa, como bien pudo comprobar Harrison Ford, víctima de varios accidentes que pudieron costarle muy caro...

Y otra cita para terminar. Decía Akira Kurosawa que «las películas no se terminan, se abandonan». Lo mismo puede decirse de los libros. Y eso es lo que le sucede a la trilogía “¡Este rodaje es la guerra!”, cuya tercera parte pone el broche de oro a nuestro particular repaso por los rodajes más conflictivos, accidentados y polémicos de la historia del cine. El menú es, una vez más, exquisito, con platos que harán las delicias de los gourmets cinéfilos más exigentes.

 

En total han sido 1.400 páginas plagadas de relatos apasionantes, de películas cuya filmación ya constituye una aventura en sí misma, protagonizadas por los personajes más legendarios de Hollywood. Y es por eso que esta trilogía puede ser considerada como una pequeña historia de la Meca del Cine. Para demostrarlo basta con citar algunos nombres:

Estrellas como Marilyn Monroe, Marlon Brando, Greta Garbo, Errol Flynn, Bette Davis, Joan Crawford, Burt Lancaster, Marlene Dietrich, Humphrey Bogart, Katharine Hepburn, John Wayne, Rita Hayworth, Clark Gable, Judy Garland, Elizabeth Taylor, James Dean, Montgomery Clift, Peter Sellers, Faye Dunaway, Jack Nicholson, Vivien Leigh, Harrison Ford, Charlton Heston, Gregory Peck...

Directores como Alfred Hitchcock, John Huston, Steven Spielberg, George Lucas, Billy Wilder, John Ford, Orson Welles, Nicholas Ray, Michael Cimino, Frank Capra, Roman Polanski, Dark W. Griffith, Francis F. Coppola, Michael Curtiz, Joseph L. Mankiewicz, Fritz Lang, Robert Aldrich...

Productores y magnates como David O. Selznick, Harry Cohn, Darryl F. Zanuck, Louis B. Mayer, Jack Warner, Hal Wallis,

Y, como no, películas míticas como Lo que el viento se llevó, Con faldas y a lo loco, La reina de África, Apocalypse Now, El mago de Oz, La diligencia, El Padrino, Tiburón, Duelo al sol, La ley del silencio, Robín de los bosques, Los pájaros, Sucedió una noche, Johnny Guitar,

Además de algunos títulos no tan populares pero que también merecen la condición de clásicos, como es el caso de Vidas rebeldes, La loba, Escala en Hawai, ¿Qué fue de Baby Jane?